lunes, 22 de octubre de 2012

EL DEBER MORAL

EL DEBER MORAL Victoria Camps
La crisis que estamos sufriendo tiene muchas caras y obliga a cuestionarse un montón de cosas: la economía, las finanzas, la política, la cultura, y también la ética. ¿Cómo es posible que en sociedades comprometidas con instituciones y valores democráticos persistan conductas que llevan a la injusticia sistémica?
Nadie pone en duda que lo que necesitamos es algo que vaya a las raíces, un cambio de modelo. Cambiar el paradigma supone una revolución, significa alterar radicalmente el punto de vista y transformar las mentalidades, las actitudes y las prioridades. A esto nos referimos cuando hablamos de “cambio de valores”.
Un cambio real de paradigma debería modificar costumbres y hábitos e incorporarlos a la manera de ser de las personas, de forma que el fraude, el engaño, la corrupción y el afán desaforado de enriquecimiento sean vistos y sentidos como algo irreconciliable con el mínimo decoro que hay que exigir a los ciudadanos de unos estados que se pretenden ser demócratas y justos.
Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, se refiere a un comportamiento irregular que llama akrasia y que traducimos por “incontinencia”. El comportamiento incontinente se distingue del que simplemente es equivocado o incorrecto porque en él incurre quien, pese a conocer el bien, actúa mal.
El conocimiento moral no puede ser solo teórico, sino que es una sabiduría que se adquiere con la práctica. Es un conocimiento racional, pero también emotivo, procede del uso de la razón, pero afecta al sentimiento, y si no llega a afectar emotivamente, no funciona.
Cuando Aristóteles se preguntaba cómo se enseña a ser virtuoso, no se le ocurría nada mejor que señalar a los hombres virtuosos. La virtud se aprende practicándola y admirando a quienes la practican, imitando su ejemplo.
Adam Smith, escribió que los sentimientos morales se corrompen porque “la gran masa de la humanidad son admiradores y adoradores de la riqueza y la grandeza”.
Pasar de admirar a los ricos a admirar a los honrados es un cambio que no depende de prédicas ni de teorías. “Para educar a un niño, se necesita la tribu entera”, dice un proverbio africano. El cambio tiene que ser generalizado, para no volver a permitir que los incontinentes morales impongan su ley.
Si los valores en los que pretendemos educar son meras ideas abstractas que no pueden ser vistos ni admirados en la realidad, la educación fracasa.

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